Nunca me he sentido cómoda en la Institución del Arte, pero en lugar de intentar acomodarme intento preservar esta incomodidad o extrañeza reformulando continuamente el hecho artístico: ¿Qué es producir arte? ¿Para qué producir arte? ¿Para qué exponer? ¿Qué puedo hacer para dignificar la práctica que me sustenta? Consciente de que a menudo el arte se utiliza como apoyo simbólico y emocional de todo tipo de poder, intento no dar respuestas ni verdades, no concluir tesis sino mostrar los conflictos que se dan entre diferentes realidades. Mi práctica no es una práctica contemplativa, ni la expresión de una contemplación ni el despliegue virtuoso de una técnica, sino una práctica de confrontación, de cuestionamiento de evidencias y convenciones, y esto normalmente conlleva mover piezas, comporta acción y movimiento, mover individuos –cómplices o no–, conducir trámites burocráticos, hacer también que las instituciones públicas que contratan mis servicios se muevan en una dirección no articulada previamente, no positivada, que se impliquen y no se limiten a ser meros espectadores, o sea, trabajar fuera del taller y fuera de la sala de exposiciones, y por ese motivo mis obras tampoco se sienten cómodas en el espacio expositivo, porque se componen de piezas en movimiento, porque una vez finalizada la obra sus elementos siguen moviéndose, y por el mismo motivo también acostumbro a formalizarlas de diferente manera, dependiendo del espacio y del momento. Digamos que mis obras se componen de gestos y movimientos que se escapan a la representación, y lo que acabo mostrando en el espacio expositivo son algunas huellas o indicios de dichos movimientos, no representaciones, no objetos autónomos; la autonomía se encuentra en el gesto.
Por otro lado, no puedo negar una fuerte inclinación subversiva en mi trabajo, y es que no entiendo la práctica artística como una práctica cultural sino todo lo contrario, una práctica social y políticamente necesaria en la que lo cultural y lo establecido se ponen en juego.